Como Un Cuento De Edgar Allan Poe - Syd Barrett

Hay veteranos de guerra, y los hay del rock. Con épicas diferentes, algunos mueren o quedan amputados en reyertas de pólvora y metralla. Otros, simplemente, terminan ahogados en vómito, intoxicados o locos perdidos en sus escondites. Roger Keith Barrett es la sumatoria de las tres.

Su gesta fue la de morir en vida. Todo en él parece literatura.

Uno de los cuentos de Edgar Allan Poe lleva por título William Wilson. Es la historia de un personaje, William Wilson, que no puede soportar la existencia de otro con idéntico nombre en el mismo internado escolar donde habita. El primero, ególatra, alma de la fiesta e inseguro, no logra entender que un recién llegado parecido a él en casi todo lo supere en la mayoría de sus cualidades, por lo que opta por destruirlo de a poco, mediante maniobras oscuras y descalificaciones públicas. Al final, cree lograrlo con el costo de un eterno remordimiento plagado de interrogantes sobre su némesis.




Con Roger Keith Barrett parece que este relato deja las laderas de la ficción, cuando en su biografía se topa con Roger Waters. Ambos se llaman igual y fundan el grupo Pink Floyd bajo la idea bautismal de Barrett. Es él quien junta los nombres de sus dos cantantes de blues preferidos para registrar su creación, y en su persona descansa el timón de la naciente banda. Son de Barrett las ideas de melodías alucinadas, las voces de estados alterados, las letras bañadas en ácido, la imagen de apóstoles de la psicodelia de la agrupación. También es cosa de él la decisión de compartir piso con Waters, y no se sabe si la renuncia a su propio nombre por el de Syd.



Esta “renuncia” será la primera con la que se inaugurará una seguidilla que lo acompañará de por vida.

Syd Barrett es quien todo lo hace bien, el chico guapo, el que desborda carisma, el frágil que todos buscan proteger. Él arma a un grupo de la nada, canta y empieza a mostrar las composiciones que llevaba haciendo desde los 12 años. Es quien coge la guitarra y le saca los más extraños sonidos al pasarle su encendedor de metal sobre las cuerdas. Sólo de su cabeza salió la idea de hacer una música completamente nueva y delirante. Hay dos ejemplos claves: las canciones Arnold Layne e Interstellar Overdrive.

Con la primera Pink Floyd supo lo que era tener un hit en sus comienzos. La historia de un travestido que roba ropa de mujer del tendedero de sus vecinas sorprende de inmediato. El segundo tema nació de la imposibilidad que tenía un amigo de la banda para tararearle una pieza de Arthur Lee a Barrett. Éste último, con la guitarra en la mano, tomó lo que entendió y armó las bases para una de las canciones más extrañas de la historia de la psicodelia. De estos delirios salió un disco casi compuesto en su totalidad por el ogro: The Piper at the Gates of Dawn (1967).

Nadie entendía cómo un grupo se estrenaba con una placa que ya mostraba una avanzada madurez musical. Nadie, salvo Roger Waters. En él todo parecía un infierno. No podía creer que la gente no se diera cuenta de que el genio era él. Todos amaban a Syd. Pero para Waters no existía ni un halago. En las fotos es el feo, el de rostro picassiano, accidentado. Cuando sale a su lado, siempre sobresale la belleza y estilo de Barrett. Lo que es natural en uno, es impostado en el otro. Syd Barrett aparece con franelas unicolores, descalzo, despeinado, con pantalones de terciopelo, camisas llenas de amebas o botas de reptil y siempre destella. Roger Waters es el mono que se viste de seda, la sombra, el hombre de reparto o segundón. En las fotos se le nota posado, con medias sonrisas, con gestos de cemento, con labios semiabiertos en busca de un posible erotismo y no hay efecto. Ninguno. Él prueba todas sus caras para seguir teniendo la misma.

Mientras Waters se repite todos los días la frase “Yo también puedo”, todo en él se vuelve plan de suplantación. Por su parte Syd entra al mundo del ácido y su vulnerabilidad es evidente. Waters aprovecha. Le hace la vida imposible dentro de la banda, incentiva rencillas, malos ambientes y calumnias. El fin último es que el grupo sea un reflejo de él mismo, que sea más artie y más serio para sus parámetros. Que la creatividad tenga un impacto medido. Que sea más Waters.

Atacado por todos los flancos, Barrett comienza a desprenderse de la realidad. En el estudio y las entrevistas es impredecible. No responde a las conversaciones, muestra una mirada y sonrisa queda, se le olvida llevar su guitarra a las grabaciones, no puede sostener una púa en sus manos, rompe material, no logra doblar sus canciones en los programas de televisión y en algunos shows permanece horas tocando una misma nota. Dicen que en esa época licenciosa era frecuente que muchos de sus amigos, por puro placer, entraran a su casa a ponerle LSD a todas las cosas con las que se topaban en el camino: plantas, ceniceros, agua de la nevera, tazas de té, azucareras, incluso, a la comida de Pink y Floyd, los dos gatos de Syd. Para entonces era casi imposible que éste último supiera cuándo estaba o no bajo los efectos de los alucinógenos.

Los incidentes no paran. Un día, descontento por su peinado, Syd inventa una mezcla para arreglárselo a escasos minutos de salir a escena. Cuando lo hace, los focos del concierto le dan de lleno hasta derretir su invento y hacerlo parecer una figura de cera dentro de un incendio. Waters se frota las manos, pero aún espera un suceso que sea suficiente para acabar con él. Barrett se lo pone fácil: a los pocos días la novia de Syd aparece despavorida. Entre llantos, asegura que fue encerrada y maltratada por su amado durante dos semanas. Waters finge estar indignado y pide la expulsión de Syd Barrett de Pink Floyd, no sin antes registrar el nombre de la banda para gozar de todos los privilegios sobre ésta.

Barrett no sabe nada. Se alista para el concierto en la universidad de Southampton de enero de 1968. Se pone a esperar por la furgoneta del grupo y ésta pasa enfrente de su casa. Pero no se detiene. Sigue de largo en sus propias narices. Syd Barrett, vestido para la ocasión y con la guitarra eléctrica en sus manos, siente el smog en su cara y alma. La imagen dista de ser de redención y gloria: la banda que él mismo inventó ya no lo quiere.

Waters da su versión: “Durante años supuse que era una amenaza por todas esas cosas que escribían acerca de él y de nosotros. Por supuesto que Syd era importante y sin él la banda nunca hubiera empezado, porque nos componía todo el material. Nunca hubiera podido ser sin él, pero tampoco hubiera podido seguir con él. Podrá ser o no importante en términos de la antología del rock and roll, pero no lo es tanto en términos de Pink Floyd como la gente cree”.

Syd vuelve a ampararse en la renuncia. No pelea. Regresa a su casa sabiéndose lunático y despojado. En esa época realiza un ritual que nadie logra entender: todos los días va al estudio de grabación de Pink Floyd y se sienta en las afueras del mismo. Nadie le invita a entrar, y él tampoco lo pide. Waters no entiende nada de esta rutina, pero sigue feliz. Es hora de demostrarle a la gente quién es el genio de veras. Cuando observa a Syd se empeña en ver a un loquito.

Sin embargo, su reemplazo, David Gilmour, sí siente culpa. Él pide no darle la espalda a Syd, su amigo de la infancia. Le propone un plan para que se hiciera compositor del grupo; Barrett sólo lo cumple con la canción “Jugband Blues” del disco A Saucerful of Secrets (1968). Luego Gilmour habla con el doctor R.D. Laing, para quien la locura residía en el ojo del espectador, y le coloca una cinta de una conversación con Syd Barrett. El médico no titubea con su sentencia: “ese hombre es incurable”. Por último el compañero le pide a Syd que entre al estudio de grabación para apoyarlo en una carrera en solitario. Para tal fin, Gilmour contrata músicos, se pone la máscara de productor y coge su guitarra para acompañarlo. En esas sesiones su remordido amigo se coloca trozos de alfombra en los pies para no hacer ruido mientras Barrett toca y canta. Tampoco lo deja solo un momento, y suele colocarlo en la silla cada vez que Barrett se desorienta y levanta. Con mucho trabajo aparecieron dos discos tan geniales como caóticos: The Madcap Laughs y Barrett, ambos de 1970.

Entre los dos álbumes, Syd junto a David Gilmour y Jerry Shirley tocan en vivo para el Top Gear del programa de John Peel en la BBC. Sólo interpretan cinco canciones con cierta dificultad, entre ellas una que Barrett nunca grabaría, y eso es más que suficiente para que un grupo de fanáticos funden la Syd Barrett Musical Apreciation Society y con ella su revista oficial, Terrapin, con la cual presionan a la discográfica en busca de más grabaciones del ídolo.

Waters volvía a echar espumarajos por la boca. Ni en sus arrebatos más creativos, se le hubiera ocurrido adaptar el poema “Chamber Music” de James Joyce para hacer una canción como “Golden Hair”. Era como si Barrett lo arrollaba todo aún sin tener fuerzas. Pero lo cierto es que el genio se estaba apagando en serio.

La muestra más contundente se documenta el 24 de febrero de 1972 en Cambridge. Syd Barrett da un concierto con un nuevo grupo, Stars. Cuando entra a escena, tan sólo hay 30 personas en el público y Barrett toca siete temas. En un momento lo que parece un recital permeado por la brillantez se vuelve un caos. A Syd se le olvidan los nombres de las canciones, luego se corta un dedo con la guitarra y después se sube una hippie a bailar en la tarima. Barrett la ve con cara de loco, de reojo, deja de tocar y decide marcharse. Nunca más en su vida volverá a subirse a un escenario.

En adelante su vida será de reclusión. Syd vivirá con su madre en una casita de Cambridge, y se dedicará a engordar en un sótano lleno de amplificadores y guitarras, a destruir su imagen, a ver los colores de las rosas de su jardín y a pintar cuadros de junglas de grumos espesos que luego incendia. Para entonces, ofrece pocas entrevistas y la impresión de los periodistas es patente en cada una de ellas. Barrett los recibe sucio o en calzoncillos, siempre temeroso de que su progenitora no lo descubra hablando con otra persona. En cada una de sus citas parece sufrir, y suele lamentarse de haber perdido la oportunidad de hacerse millonario para comprarles comida a todos sus amigos.

Algunas de sus declaraciones: “No puedo hablar coherentemente”; “Cuesta pensar que alguien esté interesado en mí”; “En general, no hago más que perder el tiempo”; “Estoy lleno de polvo y guitarras”; “Eso era todo lo que yo quería hacer de chico. Tocar bien la guitarra y saltar por ahí. Pero demasiada gente se interpuso en el camino”; “Estoy desapareciendo. Evito casi todo”; “Me gustaría armar otra banda. Pero no encuentro a nadie. Ese es el problema. No sé dónde están”.

El último intento que hizo para acercarse a un grupo fue en junio de 1975. Pink Floyd entraba al estudio para grabar Wish You Were Here, y todos pasaron de largo sin notar al tipo que estaba esperándolos en una silla. Cuando alguien les avisó de quién se trataba, los tipos no pudieron creerlo. Barrett ahora era un tipo horrendo, obeso, con la cabeza y las cejas rapadas al cero. Waters y Gilmour lloraron al ver el mal aspecto de su amigo. “Tengo una nevera muy grande y he estado comiendo un montón de chóped de cerdo últimamente”, decía Barrett. Cuentan que lo dejaron jugar con los botones de una mesa de grabación apagada, mientras ejecutaron el tema “Shine on You Crazy Diamond”, que relata en letra de Waters el descenso a la locura de Syd.

En adelante su fantasma acompañará a la banda por siempre. Ya en Dark Side of the Moon (1973) su antagonista había compuesto otra canción sobre la demencia del fundador del grupo: Brain Damage. En The Wall (1979), aunque Waters se obstinara en hablar de pasajes autobiográficos, muchos verán a Barrett en muchas canciones y hasta en la imagen de los tipos con las cejas rasuradas. Era como si ninguna de sus creaciones, por mucho esmero que le pusiera, fueran impermeables al rocío de Syd.

Así como existen pueblos y culturas entregadas a un santo patrono, también hay bandas musicales signadas por esa figura. En algunos casos, su presencia es odiosa, aunque esa no sea la intención del personaje. El tema Barrett encaja en estas líneas sin mucho problema.

Syd Barrett con el tiempo decidió dejar de usar ese nombre. Cuando había renunciado a todo, volvió a responder sólo si lo llamaban Roger. Decía no acordarse de Pink Floyd, ni de sus amigos, ni de nada. Vivía de las regalías de sus canciones, que al principio él mismo iba a cobrar cada mes, y de las reediciones que Gilmour pedía que se hicieran de sus discos en solitario. A veces, también le caía algún buen dinero por sus cuadros que David Bowie lograba que salvaran de la quema. Los psiquiatras decían que, si bien la conducta de Barrett era rara, no existía ninguna enfermedad a la que se debía tratar al paciente.

Igual, las comparaciones no cesaron. Waters parecía estar harto y quizás un poco remordido con todo. Aunque cantara, la gente elogiaba la voz de Barrett por encima de la de él. Aunque compusiera, la gente relacionaba sus temas con los de Barrett. Aunque llevaba años sin tratarlo, las preguntas sobre Syd eran frecuentes en las entrevistas con Waters. En 1999 no se aguantó y respondió:

“Sé que vive en Cambridge, en casa de su difunta madre. Y que se deprime enormemente cuando algún insensato le recuerda los años 60, la psicodelia y Pink Floyd. Syd padece esquizofrenia. Que se haya convertido en un personaje objeto de un cierto culto no hace más que poner de manifiesto lo enfermos que están algunos fans. El mejor favor que se le puede hacer a Syd es dejarle tranquilo”.

Años después los ojos de Roger Keith Barrett fueron apagados por la diabetes. Ciego y con su madre fallecida, su decadencia fue a peor. Mientras el grupo se reunía por única y última vez el 2 de julio de 2005 en el Hyde Park de Londres por el Live 8, Barrett salía de una farmacia como cualquier anciano con una bolsa de medicina. Un año después, el 7 de julio de 2006, un cáncer pancreático acabó con él a la edad de 60 años.

El comunicado de Pink Floyd tras su muerte fue escueto. Syd, el que pudo haber sido y nunca fue, el que fue a medias, el que deslumbró con lo poco que mostró, el eterno diamante loco mantenía el brillo aún después de roto. Nunca tres años dentro de una banda fueron tan decisivos. Nunca un relato de Edgar Allan Poe se pareció tanto a la realidad.

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